viernes, 30 de mayo de 2014

Juan Ramón Jiménez ( 1 )

JUAN RAMÓN JIMÉNEZ


PLATERO Y YO

·         PLATERO

       Platero es pequeño, peludo, suave;
tan blando por fuera, que se diría todo
de algodón, que no lleva huesos. Sólo
los espejos de azabache de sus ojos
son duros cual dos escarabajos de
cristal negro.

     Lo dejo suelto, y se va al prado, y
acaricia tibiamente con su hocico, ro-
zándolas apenas, las florecillas rosas,
celestes y gualdas… Lo llamo dulce-
mente: “¿Platero?”, y viene a mí con
un trotecillo alegre que parece que se
ríe, en no sé qué cascabeleo ideal…

     Come cuanto le doy. Le gustan las
naranjas mandarinas, las uvas mos-
cateles, todas de ámbar; los higos mo-
rados, con su cristalina gotita de
miel…



      Es tierno y mimoso igual que un
niño, que una niña…; pero fuerte y
seco por dentro, como de piedra.
Cuando paso sobre él, los domingos,
por las últimas callejas del pueblo, los
hombres del campo vestidos de lim-
pio y despaciosos, se quedan mirán-
dolo:
     -Tiene acero…
Tiene acero. Acero y plata de luna,
al mismo tiempo.


·         ALEGRÍA

       Platero juega con Diana, la bella
perra blanca que se parece a la luna
creciente, con la vieja cabra gris, con
los niños…

        Salta Diana, ágil y elegante, delante
del burro, sonando su leve campani-
lla, y hace como que le muerde los ho-
cicos. Y Platero, poniendo las orejas
en punta, cual dos cuernos de pita, la
embiste blandamente y la hace rodar
sobre la yerba en flor.
         La cabra va al lado de Platero, ro-
zándose a sus patas, tirando con los
dientes de la punta de las espadañas
de la carga. Con una clavellina o con
una margarita en la boca, se pone
frente a él, le topa en el testuz, y brinca
luego, y bala alegremente, mimosa,
igual que una mujer…

        Entre los niños, Platero es de ju-
guete. ¡Con qué paciencia sufre sus lo-
curas! ¡Cómo va despacito, detenién-
dose, haciéndose el tonto, para que
ellos no se caigan! ¡Cómo los asusta,
iniciando, de pronto, un trote falso!

           ¡Claras tardes del otoño mogue-
reño! Cuando el aire puro de octubre
afila los límpidos sonidos, sube del va-
lle un alborozo idílico de balidos, de
rebuznos, de risas de niños, de la-
dreos y de campanillas…


·         LA TORTUGA GRIEGA

       Nos la encontramos mi hermano y yo vol-
viendo, un mediodía, del colegio por la ca-
llejilla.

       (…) La cogimos, asustados, con la ayuda
de la mandadera y entramos en casa anhe-
lantes, gritando: ¡Una tortuga, una tortuga!
Luego la regamos, porque estaba muy su-
cia, y salieron, como de una calcomanía,
unos dibujos en oro y negro…

      Don Joaquín de la Oliva, el Pájaro Verde
y otros que oyeron a éstos, nos dijeron que
era una tortuga griega.

     (…) De niños hicimos con ella algunas pe-
rrerías; la columpiábamos en el trapecio, la
echábamos a Lord, la teníamos días enteros
boca arriba… Una vez, el Sordito le dio un
tiro para que viéramos lo dura que era. Re-
botaron los plomos, y uno fue a matar un
pobre palomo blanco, que estaba bebiendo
bajo el peral.


      Pasan meses y meses sin que la vea.
Un día, de pronto, aparece en el carbón, fija,
como muerta. Otro, en el caño… A veces, un
nido de huevos hueros son señal de su es-
tancia en algún sitio; come con las gallinas,
con los palomos, con los gorriones, y lo que
más me gusta el tomate. A veces, en pri-
mavera, se enseñorea del corral, y parece
que ha echado de su seca vejez eterna y
sola, una rama nueva; que se ha dado a luz
a sí misma para otro siglo…


·         LA CORONA DE PEREJIL

      ¡A ver quién llega antes! El premio
Era un libro de estampas, que yo ha-
bía recibido la víspera, de Viena.

         -¡A ver quién llega antes a las vio-
letas!...A la una….Alas dos…¡A las
tres!

Salieron las niñas corriendo, en un
alegre alboroto blanco y rosa al sol
amarillo. Un instante, se oyó en el si-
lencio que el esfuerzo mudo de sus
pechos abría en la mañana, la hora
lenta que daba el reloj de la torre del
pueblo, el menudo cantar de un mos-
quito en la colina de los pinos, que
llenaban los lirios azules, el venir del
agua en el regato…Llegaban las niñas
al primer naranjo, cuando Platero, que
holgazaneaba por allí contagiado del
juego, se unió a ellas en su vivo co-
rrer. Ellas, por no perder, no pudieron
protestar ni reírse siquiera…

       Yo les gritaba: ¡Qué gana Platero!
¡Que gana Platero!

        Sí, Platero llegó a las violetas antes
que ninguna, y se quedó allí, revol-
cándose en la arena.

         Las niñas volvieron protestando
sofocadas, subiéndose las medias, co-
giéndose el cabello: ¡Eso no vale! ¡Eso
no vale! ¡Pues no! ¡Pues no! ¡Pues no,
ea!
         Les dije que aquella carrera la había
ganado Platero y que era justo pre-
miarlo de algún modo. Que bueno,
que el libro, como Platero no sabía
leer, se quedaría para otra carrera de
ellas, pero que a Platero había que
darle un premio. Ellas, seguras ya del
libro, saltaban y reían, rojas: ¡Sí! ¡Sí!
¡Sí!

        Entonces, acordándome de mí
mismo, pensé que Platero tendría el
mejor premio en su esfuerzo, como yo
en mis versos. Y cogiendo un poco de
perejil del cajón de la puerta de la ca-
sera. Hice una corona, y se la puse en
la cabeza, honor fugaz y máximo,
como a un lacedemonio.


·         CANCIÓN DE INVIERNO

Cantan. Cantan.
¿Dónde cantan los pájaros que cantan?

Ha llovido. Aún las ramas
están sin hojas nuevas. Cantan. Cantan
los pájaros. ¿En dónde cantan
los pájaros que cantan?

No tengo pájaros en jaulas.
No hay niños que los vendan. Cantan.
El valle está muy lejos. Nada…

Yo no sé dónde cantan
los pájaros –cantan, cantan-,

los pájaros que cantan.

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